En su obra clásica El liberalismo mexicano en la época de Mora, el historiador Charles A. Hale (1930-2008) da cuenta que desde el inicio de la vida independiente de México se manifestaron dos enfoques opuestos sobre el desarrollo económico: uno "doctrinario" cuyos seguidores se adhirieron estrictamente a la economía clásica liberal inspirada en Adam Smith (1723-1790) y otro "pragmático" cuyos partidarios insistían en que la teoría de Smith no podía aplicarse rígidamente a las realidades mexicanas locales. La disputa en torno a la política arancelaria de 1822 y 1823 colocó a los doctrinarios a favor del libre comercio y a los pragmáticos a favor del proteccionismo. El escepticismo hacia la adhesión acrítica de teorías generadas en otras sociedades y contextos a la realidad local no sería exclusivo de los pensadores mexicanos, sino una obsesión en América Latina que alcanzaría un punto culminante con el surgimiento del estructuralismo económico en 1949.
El estructuralismo económico, desarrollado inicialmente por Raúl Prebisch (1901-1986), consideraba que, por un lado, existía una gran asimetría de poder entre el centro (los países ricos e industrializados) y la periferia (los países pobres y productores de materias primas) y, por el otro, había una tendencia de largo plazo hacia el deterioro de los términos de intercambio en el comercio internacional que perjudicaba a la periferia. La consecuencia era una brecha creciente entre los países ricos y los pobres.La conclusión de este diagnóstico fue que alcanzar el desarrollo requería transformar estructuralmente la economía mediante una estrategia de proteccionismo comercial e industrialización por sustitución de importaciones conducida por el Estado.
Haciendo un alarde de originalidad, Noyola argumentó en El desarrollo económico y la inflación en México y otros países latinoamericanos que la inflación era el resultado de dos tipos de componentes:
- En primer lugar, de presiones inflacionarias "básicas” resultado de la existencia de algún desequilibrio sectorial que presionaba a algún precio clave. Estas presiones se originan casi siempre en dos sectores: el comercio exterior y la producción agrícola. Aquí, el aumento de algún precio era resultado de un factor "real", no monetario.
- En segundo lugar, de “mecanismos de propagación” que facilitaban la transmisión del aumento inicial de precios de algún bien o factor productivo al resto de la economía, resultando en un aumento en el nivel general de precios. Entre estos mecanismos se encontraban el acomodo de las políticas monetaria y fiscal, así como la existencia de procesos de reajustes de precios, salarios e ingresos de rentistas. Aquí, la cantidad de dinero facilitaba o estimulaba que el aumento de algún precio clave se propagara a otros precios.
Prebisch nunca compartió la propuesta de Noyola y surgirían formulaciones posteriores , pero los economistas estructuralistas, en esencia, rechazaron combatir la inflación mediante disminuciones en la demanda, ya que consideraban que la única forma de eliminarla era erradicando los cuellos de botella que constituían los componentes básicos del proceso inflacionario. Las políticas de estabilización del Fondo Monetario Internacional podrían disminuir la inflación, pero a costa de un sacrificio en el nivel de actividad económica y un empeoramiento en la distribución del ingreso, lo que implicaba estrangular el desarrollo económico. En palabras de Noyola: “si la alternativa a la inflación es el estancamiento económico o la desocupación, es preferible optar por la primera, es decir, por la inflación”. Noyola era consistente con su teoría: al no haber medidas efectivas para combatir la inflación en el corto plazo, lo conducente era aprender a "vivir" con ella.
En 1976, Leopoldo Solís (1928-2021) elogió la penetrante descripción institucional de los estructuralistas, aunque lamentó que prestaran “poca atención al juego del sistema de precios relativos y a las variables financieras, áreas bien analizadas en la ortodoxia neoclásica”. Solís insistió que, al ser llevadas a la práctica, las medidas estructuralistas mostraron sus limitaciones: en lo concerniente al dominio de los precios y el dinero, violaron “reglas de política económica que cualquier economista ortodoxo hubiera previsto claramente y se produjeron reacciones indeseables que obligaron a cuestionar todas las bases del esquema estructuralista” (ver pdf).
Nora Lustig (n. 1951), quien en 1987 escribió sobre la transición del estructuralismo al neoestructuralismo, señalo que los economistas estructuralistas fueran complacientes frente a la inflación y desdeñaron las políticas de coyuntura: "Si la inflación era consecuencia de desequilibrios estructurales había que aprender a vivir con ella y combatirla como parte de la estrategia de largo plazo de erradicación de cuellos de botella" (ver pdf).
Ante las fallas del estructuralismo, en 1976 Solís pensó que los economistas latinoamericanos debían renovar sus intentos por comprender las “peculiaridades de nuestra realidad social” con base en una mejor teoría: el “neoestructuralismo, si pudiera llamársele así”, que incorporaría la rigurosidad analítica de la economía neoclásica y el análisis histórico institucional del marxismo. Once años después, Lustig veía en el neoestructuralismo emergente la continuidad de los propósitos de su precursor estructuralista de crecimiento e igualdad, pero tratando de evitar algunos de sus errores y excesos, aunque en el proceso podrían surgir otros defectos. Solís propuso una nueva teoría híbrida y Lustig parecía ver una adaptación pragmática de las ideas originales a los nuevos tiempos.
Como sea, se mantenía intacta la obsesión del pensamiento latinoamericano por generar ideas propias en oposición a la adhesión acrítica de teorías generadas en otras sociedades y contextos. Esta obsesión dificilmente morirá porque, en su afán de apoyar causas consideradas justas, siempre puede modificarse y aparecer con una nueva máscara. Es, pues, una obsesión cargada de ilusiones.